viernes, 17 de abril de 2009

DÉJAME ENTRAR

Un derroche de sensibilidad llamado Déjame entrar. Bellísima historia de amor (por más que la película se ubique en los márgenes del relato terrorífico). Un tramo final sencillamente portentoso. Una lograda cadencia naturalista que, paulatinamente, se va impregnando de patetismo, ternura y melancolía; cual los finos copos de nieve van tejiendo un albo tapiz sobre las calles de Blackeberg, el suburbio de Estocolmo en el que se desarrolla el filme. Acaso le sobre al mismo algún que otro puntual efectismo y redundancia que violenta el tono pausado, lacónico y sutil de su puesta en escena. Pecata minuta. Me descubro ante el inconmensurable talento del Señor Tomas Alfredson. Su último largometraje me ha emocionado sobremanera. Prefiero, no obstante, no detallaros escena alguna. Id a verla, por favor. No habéis visto nada más hermoso en vuestra vida. ¡Dios, qué maravilla!

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