lunes, 29 de septiembre de 2008

PALENCIA MON AMOUR

El viaje de regreso a Barcelona ha devenido una tortura inquisitorial: 10 horas encajonado en un vagón de tren sin apenas poder moverme. Empero, la estancia en Palencia ha compensado con creces tamaño suplicio.

En la hermosa María se perfila ya una mujer; una dama excepcionalmente sensible; al tiempo corazón y cabeza. Jesús, que se las sabe todas, luce una poblada barba de inequívoca raigambre paterna: asomo de hombre resuelto e inteligente. El bueno de Oscar, recién llegado de Cádiz, me detalló su inminente traslado a Castellón y me reveló algún que otro secreto profesional. Mariano me impartió una clase magistral de economía y tuvo a bien obsequiarme con dos botes de miel pura obtenida de su colmenar (nada que ver con esa porquería adulterada que venden en los comercios).

Angelines y Pilar. Punto y aparte. Peaso de mujeres. ¡Qué he hecho yo para merecer tanto! ¡Ya no quedan zagalas así! Hacen que uno se sienta como el mismísimo Rey Pescador. Pilaruca me prestó dos novelas: La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, y La aventura del tocador de señoras, de Eduardo Mendoza. “Ambas son muy buenas. Léelas”. Angelines asiente. No hay más que hablar: las leeré con toda atención.

Visitamos un mercado medieval en la localidad de Ampudia. Dicha feria se hallaba ubicada en una de las principales vías del pueblo. A ambos lados de la misma se alzan sobre columnas de piedra y vigas de madera viviendas típicamente castellanas cuyas fachadas se conservan intactas. Finas telas de colores pendían sobre los balcones, engalanando la calle al través. Dos hileras de tenderetes serpenteaban sobre la acera, atestándola de formas, tonalidades y olores: complementos, utensilios de cocina, herramientas, curiosos objetos decorativos, juguetes tallados en madera, alimentos (¡qué chorizo, Dios!), atuendos diversos, ancestrales ungüentos y hierbas que prometían curar todos los males habidos y un burrito amarrado… a la puerta de un bar. Los tradicionales atavíos de numerosos paseantes hacían de ellos inmejorables figurantes. Un corrillo reía las andanzas del insigne Lazarillo de Tormes. Durante un par horas, pues, transitamos por un recinto que destilaba el aroma de otrora.

Me quedo a solas durante unos minutos con la mamá de Pilar. “A las personas mayores no nos matan los años; nos mata la soledad”. Poco después, Fernando realiza un comentario que me acompañará mientras viva: “Tengo algunos sueños aún. Pero mi mayor ilusión es que me entierren mis hijos”. Ante semejantes sentencias, no me queda otra que permanecer en silencio con la mirada clavada en el asfalto de una ciudad, Palencia, que alberga gentes y parajes hermosísimos. Mil veces gracias a todos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Espero no ser tan mayor como para renunciar a visitar Palencia en vida. Tengo la firme convicción de que Castilla y León es una tierra hospitalaria y recia donde la amistad sellada con sus lugareños sabe a hogaza de pan, cochinillo y lechal. Un abrazo a los amigos de Jordi, que se merece un diez por su semblanza de la localidad castellana.

The Fisher King dijo...

¡No te mueras sin decirme adónde vas!