
Parto de una base que se me antoja incuestionable: el cine puede llegar a ser un arte. Bien es cierto que una ingente cantidad de producciones cinematográficas obedece a intereses meramente económicos (¿acaso no ocurre otro tanto con la música, la literatura, la arquitectura, los diseños urbanísticos e, incluso, la pintura y la escultura?). Pero no lo es menos que, si atendemos a la segunda de las nueve definiciones que el Diccionario de la Real Academia Española propone sobre semejante término (“Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”) no podemos sino convenir en que la obra de cineastas tales como John Ford, Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, Federico Fellini, Frank Capra o Carl Theodor Dreyer evidencia, cuanto menos, una “visión personal que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos y sonoros”. En palabras más llanas: cuando vemos un largometraje de cualquiera de los citados realizadores, participamos de unas formas expresivas propias e intransferibles, de un universo creativo que ninguna otra persona podría darnos a conocer). Harto más discutible me parece el uso de la palabra “desinteresada” (por eso he creído conveniente obviarla en la anterior relectura), por cuanto creo que toda manifestación artística, por más loable que fuere, siempre denota un interés personal, sea éste de la naturaleza que sea.
Comprobamos asimismo que uno de los dos significados que el susodicho diccionario establece para el vocablo “cine” es “Técnica, arte e industria de la cinematografía”. El término “arte” figura en el mismo, pues.
Llegados al punto en que aceptamos que un filme puede, con toda propiedad lingüística, alcanzar cotas artísticas y que el cine, como tal, es un soporte artístico tan válido como puedan ser la pintura, la literatura o la música, es de menester formular unas pocas preguntas (tampoco es cuestión de acabar con la paciencia del personal). Si al analizar un cuadro hablamos, entre otras consideraciones, de escorzos, claroscuros y perspectivas, ¿por qué no nos remitimos a los modos expresivos afines al cine –léase traveling, contrapicado, iluminación, montaje o lo que fuere- al evaluar una película? ¿Por qué en la valoración de una pieza musical intervienen términos tales como cadencia, compás, tonalidad o dificultad interpretativa y, en cambio, son contados los que aluden a estructuras narrativas o dramaturgia al mentar las excelencias de un largometraje? ¿Por qué si a nadie se le ocurriría tildar a Los girasoles de Vincent Van Gogh de “obra menor” a causa de la aparente trivialidad del conjunto, hay quiénes, con toda suficiencia, aseveran que un “entretenimiento” como Jungla de cristal no puede equiparase cualitativamente a una propuesta “seria”, digamos, La pasión de Cristo? ¿Osaría alguien afirmar que el bellísimo soneto A una rosa, de Luis de Góngora y Argote, en aras de su modesto enunciado, es un poema irrelevante?
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